sábado, 20 de marzo de 2010

Camionero

Me refresco la cara con un buen vaso de agua fria y sigo manejando en la penumbra de una noche cerrada. Pienso regresar pero su declaración encendida diciéndome que ya no me quiere más me detiene en esa idea. Sigamos -me digo- y acelero el camión cargado de frutas en dirección al puerto.

Ella va en el parabrisas. Un vehículo viene de frente y a veces lo veo, aunque normalmente veo su rostro. Me preocupa que esta imagen sea tan persistente. Enciendo el limpiaparabrisas y nada. Sigue ahí apenas lo apago.

Veo las luces, veo el camión de frente y sigo de largo por suerte logro pasar entre uno que viene y otro estacionado muy cerca de la banquina. Me estremezco de pensar qué pasaría si...

Sigo. Acelero y vuelvo a temblar. Ahora son dos pares de luces que avanzan hacia mí. Un auto quiere adelantarse a un camión, y se acercan de frente alucinados por la velocidad y mi espejo retrovisor me muestra ese pasado junto a ella como una película de cine y no puedo dejar de mirar. Alcanza a pasar con lo justo y me detengo del susto. Me tiro a un costado de la ruta, enciendo la luz de giro y estaciono.

Llueve. Y llueve torrencialmente. Son dos experiencias aterradoras en menos de una hora. La noche cerrada me devuelve un insomnio perdurable que atormenta mi trabajo. Sigo pensando y puedo ver las luces a lo lejos, las luces de mi destino. Hacia allá me dirijo -pienso- y estoy tan amarrado a su recuerdo que me cuesta volver al camión. Prefiero sentarme en una piedra a esperar que vuelva la calma.

De un salto me incorporo de pronto por el ladrido de un perro que suena tan cercano que me despierta yo creo para siempre. Y ahí estaba ese hombre a caballo, hablando un lenguaje que apenas entiendo, parecido al mío, pronunciando palabras como aparcero y otras que no recuerdo. Me invita a subir al caballo, que lo acompañe, que su rancho está ahicito nomás, que me invita a tomar un trago bajo el alero para ganarle la pulseada al frio, y yo se muy bien a qué tengo que ganarle una pulseada. Le digo sí, ahí voy.

El camión estacionado con las luces encendidas, el agua que no para de caer, ese puesto lejano en el campo casi perdido en la inmensidad de la llanura y tanta fruta con un destino implacable.


García Be

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