La dueña de la pensión ve a Rufino fumando sentado en la mesa de desayunar y lo llama a su oficina, oscura y sucia.
-Vení chiquito -le dice, mirando por debajo de sus anteojos.
-Si doña ahí voy -responde él, levantándose rápidamente.
-Me vas a pagar esta factura, ahí donde el kiosco de la vuelta ¿estamos? -ordena
-Sí, voy ahora mismo.
-Mejor, así no te olvidás cabezota. -le dice mientras le pasa el dinero y la factura.
-Chau.
Rufino sale a la calle, se encuentra un billete tirado en la vereda y sale feliz a cumplir el mandado. Lleva un dinero que no es suyo, una factura a pagar y algo para gastar. Entra en el kiosco, y mira la cola de gente pagando sus cuentas. Se ubica último como debe ser y observa al que está adelante. Es un trasero interesante. Mira de reojo si lo están observando y sigue en su tarea. Es una rubia de pantalones ajustados, que de repente se da vuelta y lo observa a los ojos. Tal vez se sentía incómoda con su presencia ahí tan atrás, tan cerca.
Rufino espera. Tiene todo el tiempo del mundo y se entusiasma al ver a la chica de adelante. Quiere dirigirle una palabra, decirle alguna pavada, algo que comience el diálogo de manera más o menos decente. No se le ocurre nada, y está llegando al cajero. Maldición.
Quiere abrazarla. Rufino siente un deseo enorme de abrazar a la chica, y busca contenerse. Mira al techo, al piso, al kiosquero, al mostrador lleno de golosinas, pero su vista vuelve una y otra vez a ese cuello, ese cabello rubio, esa cintura y la manera en que lleva su cartera repleta de dinero y facturas -piensa- mucho más importantes que esta porquería que tengo acá. Se imagina abrazando a la chica, quiere besarla, sentir su perfume, devorarselo todo y morder su pelo, pero le llega su turno. Ella de pronto se va, lo deja con tarea pedestre por delante. Tiene que pagar y nada más.
Cuando Rufino sale a la calle, ella ya no está. Se vuelve y compra un paquete de cigarrillos y chicles. Le dan su vuelto y se queda mirando, buscando el olor de ella que tal vez sea ese que se siente en el ambiente. Un perfume a rosas o tabaco, algo que lo envuelve y lo aprisiona, le llena la garganta de lágrimas y su emoción se ve en el espejo, ese que tiene ahi arriba el kiosquero, para encontrarse con la mirada de los chorros.