Se sentó a esperar. Era natural que eso ocurra en una oficina tan concurrida como esta. Él ya lo sabía, estaba acostumbrándose al trato indiferente y lejano de la gran ciudad. Había en el escritorio una computadora, que le daba la espalda. Quería acercarse conversar con ella, tocarla, aprender de ella, pero la secretaria lo miraba fíjamente y lo intimidaba, claro.
Cuando se animó a preguntar, consultó por el último ejemplar de la revista que publicaban. Quería comprarla en los kioscos de revistas pero estaban agotadas. Se deprimió de pronto por su falta de simpatía para tratar a la gente. Y esto no era atribuible a su vida campestre versus su vida en la ciudad, simplemente las chicas rubias lo intimidaban, lo hacían volverse para adentro, buscar quién sabe qué cosa dentro de su camisa pero por dentro, donde hay nada la mayor de las veces.
Notó la impaciencia del ambiente y preguntó. Acá también se han agotado, además no venden, -le comunicaron rápidamente- y Rufino corrió hacia la puerta volviendo a detenerse en las fotografías de la pared, de todos sus ídolos del deporte que había seguido en cada partido allá en el campo. Allá donde la pelota rueda igual que en todos lados y normalmente se pincha con los mismos alambres olvidados.
Su consuelo era esperar al próximo número, revisar su dinero en el bolsillo y ahorrar para el próximo mes. Esperar agazapado frente al kiosco a que una copia fresca de la última edición apareciera y le mostrara todos sus ídolos haciendo goles, cabeceando enloquecidos y fuertes, festejando un gol, una victoria que seguramente ya es vieja.