miércoles, 16 de abril de 2014

Relato (tercera parte)

Eugenia, que ya estaba mejor, abrió el portón de su casa y buscó la bicicleta. Salió a la calle principal a recorrer un poco el vecindario y si tenía tiempo, andaría por el parque, que el clima estaba hermoso, lleno de luz y fresco para la hora que era: las 9 de la mañana. A esta hora, normalmente ya el sol está alto y cualquier actividad física se convierte en un baño sauna. Pero esa mañana, hacían apenas 8 grados y unas nubes iban y venían ensombreciendo y aclarando el cielo continuamente. Ella agradecía el fresco, se sentía en plenitud con el verde de los árboles, el canto caótico de las aves en esa época del año, y algunos ladridos de perros callejeros que a esa hora han comenzado su rutina matinal de buscar restos de comida en los cestos de basura. Buscar restos de comida, y destrozar el orden y la prolijidad de la calle también. Y no dejarte dormir si puede ser. Hay que ladrar justo a la hora en que se acuestan -parecían decir aquellos animales-, y ladrar si es posible de manera monótona y continuada, sin motivo aparente. De pronto callar, sin motivo alguno, y de pronto retomar. Eso vuelve locos a los humanos y los hace despertarse bien cansados, bien aturdidos, bien malhumorados. De alguna manera, esto influye en la economía mundial: se retrasan las cadenas productivas, se demora el tránsito, se caen las bolsas mundiales, y por alguna razón que desconocemos eso nos beneficia directamente. Aquellos perros no estaban locos.

Eugenia esquiva pozos, mira grupos de ciclistas profesionales con su atuendo particular, sus calzas estrictas y ajustadas, sus cascos protectores, y algunos hasta rodilleras ¿para qué rodilleras?, se pregunta. Pero pasan veloces a su lado, casi sin advertir que ella también va, que ella hace ejercicio. ¿Que no es ejercicio verdadero lo que ella hace? ¡Que vayan a cagar! Sigue con una velocidad lenta, disfrutando el paisaje, el aire, el perfume de las plantas en primavera, sobre todo un tilo gigante que hay en la esquina de casa. Cuando vuelva me paro debajo, y me aspiro todo, piensa. Que sea una droga si quiere, no me importa. Ese aroma es inigualable. Quiero detenerme ahí todas las mañanas, si puedo.

De vuelta en su estudio, Eugenia enciende las luces, se pone su atuendo de trabajar con materiales que normalmente ensucian la ropa y va hasta su mesa de trabajo. Ahí está el último objeto que está modelando, en yeso, buscando una forma desconocida, inexistente, creando. Piensa en su familia. Desconocen lo que hace. Ella tiene su taller en el fondo de la casa de la abuela, como una amiga. No lo comparte, es todo para ella y eso le asegura cierta tranquilidad para trabajar, para concentrarse en lo que hace. De pronto, una alarma se activa en el vecindario. Fastidio. Sale a ver si hay algo que llame su atención, pero no, no hay nada. La alarma se desactiva. Vuelve a la mesa. La mano (porque era una mano) no está. Qué pasa, se pregunta, me estoy volviendo loca, o qué. Si recién estaba aquí trabajando en ella. Busca inconscientemente el espejo de la pared y echa un vistazo rápido. Ahí está, como siempre, como antes. Se tranquiliza y piensa en un robo. Lo primero aunque corre un sudor frío por su espalda y la piel se le eriza y le baja la temperatura como hielo -piensa-, cree que va a desmayarse. Acaso hay alguien observándola escondido por ahí, que le juega estas bromas, que no son ninguna broma sino que le desatan toda clase de pensamientos y emociones desordenadas y caóticas, pero básicamente son el espanto y el terror de saberse vigilada y acompañada. ¿Por qué aquella persona no se muestra? ¿Por qué tiene que hacerlo escondido, por qué no habla con ella y entablan un vínculo digamos, de la manera que sea? Es un misterio, es algo que está tratando de descifrar. Piensa en aquellas apariciones de la mano cuando estaba en el baño, de cuando estaba arreglándose frente al espejo, y ahora esto. La mano cobra vida, se baja de la mesa y se esconde. Es eso. ¡Es ridículo, eso es! ¡Por Dios, qué me está pasando!
Busca en la heladera un bocado dulce, lo que hay es una barra de pasta de maní. Lo muerde abriendo lentamente el envoltorio, sin cortarlo con cuchillo, si total es la única persona que lo está comiendo. El sabor dulce explota en su boca y le trae recuerdos de niña, de cuando en casa de su abuela, se pegaba menudos atracones con todo lo dulce que la anciana tenía.

Raúl se niega a contestar. Que atienda otro, dice. De pronto levanta el teléfono y pregunta:
-Sí, hola ¿quién es?
-Hola, ¿está Eugenia?
-No, ¿quién habla?
Alguien del otro lado cortó.

Y esto, claro, llenó de estupor a Raúl que nunca había pasado por una situación así, en su vida. Una nube oscura y enorme se vino a ubicar justo encima de su cabeza y parecía temblar el piso y en vez de granizo, caer rayos sobre todo San Rafael. Pensó no decir nada, al menos por el momento. Quería averiguar quién podría ser la persona que hacía ese llamado, y si se repetía a menudo y por qué. Le pareció que estaba exagerando, que tal vez se le había terminado el crédito o la batería, si llamaba de un celular, o que lo hacía desde un teléfono público sin monedas. Llamará otra vez, pensó. Y buscó algún pretexto para quedarse en el living de la casa, atento más que nada al teléfono. La salud de Eugenia estaba a salvo, ella había salido esa mañana a andar en bicicleta de manera que nada malo podía estar sucediendo. Fue así que pensó en llevarla a cenar a un restorán macrobiótico y de calidad que habían inaugurado en pleno centro, hacía poco. Al menos así lo vendían en los folletos y los avisos en facebook. A él le importaba bastante poco, sinceramente, lo que pasaba en esos restoranes. Prefería un buen churrasco a la parrilla, unas costillas de cerdo, y hasta las mollejas bien preparadas y con abundante limón, eran su plato favorito. Lo del veganismo le tenía sin cuidado y lo soportaba porque Eugenia estaba en medio del tema y porque ella sí era aficionada a ese estilo de vida. Pero él, no.
En la cena tendría oportunidad de hablar sobre eso y preguntarle quién podía ser el autor del llamado, estudiar sus actitudes en un lugar público, ver qué estaba pasando en realidad, alrededor de su novia. ¿Había otros, antes, que tal vez no habían terminado de entender que ya no estaban juntos? ¿O simplemente, había otro todavía? Todas preguntas que lo martirizaban, no lo dejaban en paz. Son celos, pensaba, no tengo que darles pelota. Sí, pero tengo al menos un motivo y tendría que descartar cualquier sospecha, sería bastante malo para mi carrera que me pongas los cuernitos, Euge... por favor, ni pensarlo. De todos modos, el amor es el amor. Si alguien había en la vida de su novia que todavía la tenía enamorada o a quien ella no pensaba dejar tampoco ahora que salían juntos, quería saberlo. Y estar en guardia también porque si la relación avanzaba, cada día que pasaba se transformaba en un un montoncito más de dolor para el futuro.

No conocía esa voz. Bueno, era nuevo en aquella familia. Tal vez había sido un pariente, alguien cercano que llamaba todos los días, y no tenía por qué preocuparse. A la hora de la cena, intentó el diálogo, a pesar de la música y el bullicio general de platos y cubiertos y algunas miradas que lo buscaban a él, especialmente de los chicos que lo conocían.
-Euge, ¿sabés qué? Hoy hubo un llamado en tu casa, que atendí yo -le dijo.
-¿Quién llamó?
-Y no supe... le pregunté pero no me contestó.
-Habrá sido equivocado -dijo distraída.

La sensación de haber sido traicionado se había instalado esa noche, en el alma y el cuerpo de Raúl que tenía mucho más para decirle a Eugenia, pero prefería seguir con la cena, hablando de otras cosas. Al menos por el momento. El restorán estaba decorado con elementos que parecían extraídos de cualquier película de James Bond incluso de las más viejas, en las que los objetos parecían entre franceses e ingleses, pero siempre futuristas. Y no había necesidad, en la opinión de Raúl, de decorar así esas paredes. Algo más sutil, sobrio, y casi que pasara desapercibido, habría sido de su agrado. Lo comentaba con Eugenia. De algo había que hablar. Parecía que no daba más, que no podría aguantarse toda la noche, que en cuanquier momento tendría que soltarlo, pero de hacerlo se terminaba la noche y eso no estaba bueno. Mejor esperar, mejor guardarse un poco, aunque sea para el postre.
-¿Qué te pasa? Estás raro -preguntó ella.
-Nada. Estoy bien. Es este lugar y esa decoración.
-A mí me gusta, ese estilo futurista no es mi preferido, pero lo han hecho bien. Mirá, todas referencia a películas de los 80. Está bueno.
-Si vos decís.... Acá la artista sos vos.
-Te noto raro, ¿estás enojado?
-No, no... para nada. Es el llamado ese, que me dejó medio confundido. Es que el tipo preguntó por vos, y colgó antes que le contestara. ¿Hay algo que deba saber, Eugenia? Porque prefiero enterarme cuanto antes.
-Bueno, sí. Hay alguien. ¡Pero bueno, todos tenemos una vida, no te parece? -contestó ella, serena-. Es un chico que conocí hace mucho. Salimos un tiempo pero se terminó, en serio que se terminó. Es que él ha quedado medio loco, o qué se yo, estará muy enamorado. De vez en cuando me llama, es un pesado.
-¿En serio me lo decís? Pero hay que ponerlo en vereda, dejame a mí... ¡que me lo cruce ya va a ver!
-Uy, cuidado, el señor tiene un costado violento también... -sonrió ella.
-No, es que me molestan estos tipos que no entienden mucho de límites. Yo estoy acostumbrado a que si la pelota cruza la raya, está afuera, o es gol o lo que sea. Inapelable. Hay límites en el fútbol como en la vida, pero hay gente que quiere seguir jugando fuera de la cancha, y eso me pone los pelos de punta, mirá.
-Si, si... ya se. Te entiendo, y no me gustaría que vuelva a llamar, no quiero que te sientas mal por eso -le dijo, mientras buscaba su mano para acariciarla y demostrarle que ella lo había olvidado por completo-. Hay gente mala, vos lo sabés, pero este pibe no es de esos, es más bien un pobre pibe. No se da cuenta que hay cientos de otras mujeres en el mundo, él sigue ahí detrás mío... Como si yo valiera tanto.
-Y será por algo -dijo él, y se arrepintió de inmediato.

La cena se había terminado. Pidieron la cuenta y salieron del lugar. Raúl la invitó a pasear otra vez por el mirador de la cuesta de los Terneros, pero ella dijo que no, que estaba cansada que mejor otro día. Que dejaran para el fin de semana, que tenía que recuperarse bien de su descompostura, que más para el fin de semana -repitió-, sería mejor. Como quieras. Se despidieron con el primer beso profundo, ese que salta los límites y dice algunas cosas más como que nos volveremos a ver y te voy a partir la boca, y esa boca es sólo mía y de nadie más, y cuidado con andar besando a otros, y dejame que te abro... la puerta, ¿qué pensaste? Chau. Y te quiero.


-Buen día -le dijo Raúl al encargado de utilería del club.
-Hola Raulito, querido, cómo andás?
-Bien Pichón, ¿vos? -contestó.
-Arrancando la mañana, che. Acá están tus botines.
-Gracias. Y dame un par de medias extra. Por favor.
-Si, ya te los alcanzo -dijo el utilero, buscando la indumentaria del mejor jugador del club, ese que te pone los pelos de punta cada vez que toca la pelota; ese que emociona hasta las señoras mayores que van a ver a sus nietos y se entretienen mirando ese otro muchacho de melena larga, que según les dijeron, el otro día la clavó al ángulo -dicen las señoras-, y gracias a él, le ganamos a los turros de Las Paredes.

Raúl se dirigió a las duchas, se bañó antes de salir a la cancha. Ese día estaba intentando cambiar su actitud y un buen duchazo de agua fría le aclaraba las ideas y le hacía explotar la bronca hacia afuera. Salía con los tapones de punta. Tenía motivos para salir a pegar saltos y patadas como un buen potrillo recién entrenado. Su chica andaba en algo raro, al menos a él no le cerraban algunos puntos de lo último que conversaron. Quién era ese fulano que estaba llamándola a cualquier hora y cuando él no estaba, ¿ella atendía? ¿Hablaban por mucho rato? ¿Él la convencía?
Estiraba las piernas ahora, en el césped del club. Miraba la tribuna, vacía, buscando algún curioso que le despertara sospechas, alguien que pudiera ser un extraño que lo estuviera observando sin que él supiera. Y había un par, pero eran del club que habían venido a verlo a él, justamente. Podía estar tranquilo. Su mano había empezado a temblar, sin querer, de pronto, como delatando algún problema de circulación, o algo. Era imperceptible, pero ahí estaba. Un jugador conoce su cuerpo, de la misma manera que un atleta. Ahí estaba ese brazo, con un comportamiento que él no esperaba, que no entendía. ¿Y por qué, se preguntaba, este movimiento? ¿Me impedirá jugar, acaso?
Lo sacudió, buscando liberar tensiones, y al poco rato se había olvidado del asunto. Probaba una y otra vez tiros al arco donde un arquerito suplente había sus movimientos de entrenamiento reglamentarios. Ahí estaba, queriendo atajar todo lo que le tiraran. Sabía que 5 de 6 iban al ángulo. Lo tenían estudiado, no de una manera muy precisa, pero ese podría decirse era su récord cuando entrenaba, así por puro placer y diversión. La clavaba en el ángulo con mucha facilidad. Y cuando venía el sexto, que vos ya te habías convencido que la iba a tirar ahí y te estirabas lo más que podías, él no, él había cambiado y te la dejaba tranquila, suave, al medio del arco. Ese era el sexto.

Gol, otra vez.

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