El sol de enero en San Rafael hacía crujir los techos de chapa, las ventanas de madera y todo cuanto tuviera cierta consistencia henchida por el calor de la tarde. Paula miró dos veces a través de la ventana, él ya no vendría aquel día. Era mejor acostarse. Encender el aire de la habitación y tenderse en la cama a dejar pasar aquel infierno de luz y calor que remataba un verano atronador.
Llegó tempano a la oficina. Tomó su bebida plácidamente, observando de reojo a los costados, antes que apareciera algún curioso con una cámara de fotos o simplemente le pidieran un trago, cuando quedaba apenas un cuarto de botella de medio litro. Casi nada, pero se sintió bien unos minutos con aquella bebida refrescante. Volvió a mirar y notó que sus compañeros la miraban con recelo, sabiendo que era la única del grupo de la tarde que tenía derecho a tomar una siesta y escapar de aquel infierno. Estaba acomodada con el jefe, ella hacía las cosas bien. Un minuto después, ocurrió lo impensado. Un ladrillo entró por la ventana rompiendo en mil pedazos el vidrio y dejando un desparramo de esquirlas por toda la sala. Además del susto, claro. El estruendo llegó a oídos del jefe que salió corriendo de su oficina, desesperado, preguntando por ella y para quedar bien, por los demás.
Sonó el teléfono. Y ahora quién iba a atender, seguramente sería un cliente demorado de los que nunca faltan preguntando alguna estupidez. Ella atendió finalmente. Una voz remota y obviamente modulada para resultar desconocida, le dijo “a ver si entienden el mensaje” y colgó.
Paula miró alrededor buscando compañía en sus colegas, en aquellas personas que compartían día a día aquel trabajo absurdo en aquella oficina más absurda todavía sin entender demasiado bien porqué estaba ocurriendo esta locura justo el día de su aniversario. ¿Sería así como terminan las relaciones con los jefes? ¿Sería que lo sabían todos y se habían enterado personas que mejor lo ignoraran?
Recordó el consejo de su abuela: “con hombres casados nunca, nena”.
Tarde.
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