Piensa en sus hijos y nietos que quedaron allá al otro lado del mar y sueña con reencontrarse con ellos pero avizora la realidad que le toca, y el sueño se esfuma, se disipa, se borra. Tranquilo, recorre las calles del centro, se sorprende al comprar cigarrillos en un lugar que dice llamarse kiosko y sigue la recorrida descubriéndolo todo, maravillado por todo. Las mujeres son lo que más llama su atención, maravillosamente producidas a cualquier hora de la tarde, festejando la primavera con vestidos y soleras radiantes de sensualidad y provocación.
Su mujer quedó allá, detrás del mar, bajo tierra, literalmente sepultada en el último terremoto que provocó la guerra. Es la única imagen imborrable que azota su mente: llegar a buscarla y encontrar ruinas en cambio, y dolor porque él había salido por un momento y el estrépito del odio lo encontró a buen refugio, milagrosamente, en el subte.
Hoy regala una sonrisa a cada transeúnte que cruza con él la mirada, agradece este racimo de rayos de sol que despeja su mente. Piensa en el futuro, breve si acaso, pero a buen resguardo. Sueña con rehacer su vida, es decir, encontrar una compañera que lo mime un poco y a quien regalar unas gardenias de vez en cuando.
Escribe ahora en un cyber a sus familiares sobrevivientes, les cuenta con la inmediatez del correo electrónico que ya encontró dónde quedarse, que ya tiene quien mire por él, quien le ayude a socorrer su alma en aquellos días.
El internet le devuelve fotos de sus seres queridos. La red lo hace viajar y encontrarse con sus amigos de siempre que ahora ya saben que será inútil esperarlo. Esos amigos que se salvaron, que están ausentes pero milagrosamente cercanos y que cansan sus dedos afiebrados cuando escribe a máquina todo, todo cuanto se puede contar del viaje y de la nueva vida.
Se siente como en casa.
García Be
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