lunes, 16 de diciembre de 2013

La Giménez

-Bueno señores, no puedo escribir en este pizarrón si no me alcanzan esas fibras, que ustedes mismos revolearon.  Así que si quieren que empiece la clase, van y me las traen.  Ya.
-Eh, profe, no fuimos nosotros.  Antes estaba quinto acá -dijo el mejor alumno de la clase, presuroso y ofuscado de que se lo confundiera con otra gente.
-Ya se Romero, ya se que hubo gente.  Igual, ustedes saben bien la mecánica de la clase.   Podrían entrar a primera hora, y alcanzar los útiles.  No soy tonto.
-Profe.   Lo buscan -dijo el chico que estaba sentado cerca de la puerta.

El profesor giró su cabeza, la profesora Giménez había llegado temprano buscando un libro que le había prometido la última clase y él se lo había traído, puntual y ya lo estaba buscando en su maletín.
-Sí, pase señorita -dijo.
-Permiso.  Buen día chicos -dijo la profesora y avanzó hacia el escritorio.
-Buen día profesora -dijeron algunos que estaban más adelante, mientras los otros aprovechaban la distracción para mirar las piernas de la profesora, y otros para conversar.  Estos eran menos.
-Es el mejor Abelardo Castillo de todos.  Disfrútelo -dijo el profesor, entregándole el libro.
-Gracias, veremos.  Estoy cansada de las novelas de acción norteamericanas, voy a probar con algo más latino.  ¿Usted dice que esto vale la pena?
-Totalmente.  Lealo y después me cuenta.
-De acuerdo.  Gracias otra vez, se lo traigo para el fin de semana.
-Despreocúpese -dijo él, con una sonrisa en el rostro, saludandola con un beso.

La señorita Gimenez avanzó hacia la puerta ante la mirada de los chicos que estaban deseosos de volverla a ver, y especialmente de volverla a ver cuando se iba.  Sus caderas hablaban de literatura y los versos eran perfectos, endecasílabos, finísimos.  Alta literatura.
En la escuela técnica, este tipo de casos son raros.  Normalmente, los chicos espantan las profesoras muy atrevidas o muy atractivas.  Terminan abandonando la clase, se van en busca de otros empleos, otros destinos o finalmente se lastiman hasta matarse.  No era el caso de la valiente Giménez, que volvía una y otra vez insistentemente sobre la clase de Matemáticas que ella daba en quinto y tercero.  Justo en las edades donde las hormonas del crecimiento están alborotadas con inusual ímpetu y las curvas femeninas son la excusa perfecta para dejar los libros de texto en un rincón.

-Señorita -dijo uno antes que ella terminara de salir.
-¿Si?
-Una pregunta, ¿usted es casada? -preguntó el alumno soportando las burlas de sus compañeros.  Uno tiró un puño de papel que pegó en su espalda.
-No.  No soy casada, ¿cuál es su nombre?
-Gutierrez.  Disculpe, es que tengo un hermano mayor que quiere saber.  El sí es soltero, sabe.
-Por favor, Gutierrez, vuelva a su banco, siéntese -ordenó el profesor-.  Profesora, discúlpelo.
-No hay problema, y le repito, no soy casada.  Divorciada.  Hace dos años ya.  El tiempo pasa chicos, no se dejen estar.
-¡Gracias! -gritó Gutierrez.

La profesora dio media vuelta y se fue.  Los pibes giraron la cabeza en busca del pizarrón, que ahora ocupaba todo el frente, y era electrónico.  El profesor escribía en una tablet y ellos desde el banco tenían acceso a una pequeña pizarra electrónica para escribir, si el profesor la conectaba, directamente en la que estaba al frente.  Es decir, ahora no debían pasar al frente, podían hacer los cálculos directamente desde el banco.  Antes lo llamaban pupitre, ahora eran modernos bancos  electrónicos con unas cuantas herramientas tecnológicas al alcance de los estudiantes.  Claro, ellos muchas veces preferían el método antiguo, cuando las cosas se escribían con tiza, y había borradores por todos lados y nadie olvidaba las claves de acceso, ni los nicknames.

-Adiós señorita -se escuchó de un rezagado y todos estallaron en una carcajada.

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