En otro dormitorio contiguo al suyo, Martín tenía escondida la treinta y dos con la que terminó para siempre con los problemas de su vida. Así lo sentía él, acurrucado en su sillón, terminando un vaso de vino con aquellos maníes salteños que conseguían en un almacén único del barrio. ¿De dónde los sacaban? ¡Eran sencillamente espectaculares! Sin embargo, se sentía sólo. Estaba solo. Él y su secreto, bien guardados.
Al momento de esconder el arma no había considerado siquiera las medidas de seguridad aprendidas en la escuela de tiro. Estaba bien donde estaba, encima del placard de la habitación, bien a mano por si se presentaba la ocasión de usarla en su defensa o en defensa de su familia. Siempre con una bala en la recámara y con el seguro colocado, pero fuera de su estuche. Al alcance. Estaba contento. Por fin su problema había concluido y todo gracias a esa pistola calibre 32 que había utilizado con tanta precisión. Es que el maldito se lo merecía. ¡Qué tenía que decirle a él cómo hacer las cosas! Está bien, es normal que en tu trabajo te digan como hacer la tarea, pero ¿había necesidad de hacerlo humillándolo? Seguro que no.
Había entrado esa mañana en la oficina del jefe y le había apuntado directamente a la cabeza, sin miramientos, y sin decir una palabra le había disparado silenciosamente, aquella bala mortal. El hombre quedó desparramado en el suelo dejando un espantoso cuadro de sangre y vísceras por el piso y la pared completamente sucia. Después, un regreso tranquilo sintiendo una calma extraña, un alivio desconocido y largamente buscado, inolvidable y sucio, pero intenso.
El desenlace era previsible. No quería que su crimen quedara impune. Si la investigación no conducía a él por algún motivo, se encargaría igualmente de guiar a la justicia para llegar a la verdad. Quería pagar por lo que había hecho. Pensaba en la mujer de aquel hombre mayor, en los hijos y en los familiares directos. Pensaba en su soledad, la sentía en el pecho como una brasa caliente quemando por dentro, y pensaba en aquel cuadro lamentable que habían dejado los dos en la oficina de su jefe. Pero estaba tranquilo y sereno, confiando -¿por qué no?- en la justicia.
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