Eduardo trabaja en la pensión de Elsa. Corre las cortinas en la mañana, deja entrar la luz y barre el piso de las habitaciones, ordena los cuartos que tiene a cargo, que son cuatro, y saca a pasear el perro, un gran-danés del tamaño de una locomotora que tiene el andar lento y la orina fuerte por los golpes y la vejez.
Eduardo tiene una mueca de dolor permanente a causa de su muñeca izquierda, mal curada después de la operación a la que fue sometido a raíz de un accidente, por eso le duele terriblemente algo tan sencillo como pasear al perro y no tiene más remedio que hacerlo, si no lo castigan. En la pensión tienen reglas estrictas para la gente que se hospeda y reglas crueles para los que trabajan ahí. Reglas crueles que no termina de entender. Reglas siniestras y absurdas que terminan por destruir a la persona, convirtiéndola en un ser vil y deprimido que pasa el día rumiando su venganza y destrucción de todo cuanto lo rodea. Y el ha terminado creyéndose ese cuentito sobre sí mismo.
Y pasear el perro es realmente un suplicio en su vida por la molestia en su mano izquierda. Claro, uno dirá, por qué si tiene la otra mano libre, pero ahí está el asunto. En la pensión le obligan a pasearlo con la izquierda y no porque él tenga ese problema, no, sino porque quien diseñó esta regla lo dispuso así fundamentando su decisión en la idea de que al quedar libre la mano derecha, la persona tiene más chances de hacer bien su trabajo.
El explicó su problema y debido a eso, estuvo dos semanas a pan y agua en la habitación del fondo, ahí donde la luz se empeña en retroceder.
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