Sólo necesitaba comprar un cigarrillo en el kiosco de la esquina, y así hizo. Aspiró hasta llenarse los pulmones como si fuera la última pitada del condenado, mirando el cielo diáfano y el entorno otoñal, que lo desafiaba a seguir caminando hasta encontrarse con alguien. El día se prestaba para la conversación, para la charla animada con quien sea, de cualquier cosa, hasta de bueyes perdidos, que por esta zona no había siquiera uno para conocerlos siquiera.
Sin embargo, esta vez no tuvo suerte. Siguió caminando alrededor de la cuadra, se terminó su cigarrillo, y se encontró con un perro que daba vueltas extrañamente sobre sí mismo, como atontado y perdido, sin saber qué hacer. Otro perro, más grande, se dispuso a atacar. Aquel gritaba dando aullidos desesperado arrinconado en el piso por el otro que abría las fauces más grandes demostrando que no estaba para bromas, que la cosa iba en serio, que acá era el final de todo. Una vecina salió de su casa a los gritos, buscando separarlos les tiró un balde con agua. Los perros al momento salieron disparando hacia la calle, que a esta hora estaba transitada y al ver que se les hacía imposible cruzar, pegaron media vuelta y se hundieron en la calle hacia el interior del barrio. La avenida no es para nosotros, se dijeron ambos y se echaron a correr como si nada pasara, como viejos amigos.
Él increpó a la vieja, -total, lo que buscaba era conversar- de que cómo dejan sueltos a los perros, son capaces de provocar accidentes, y ahora andan enloquecidos, mojados y encima son perros feroces, ya lo vimos. ¡Nada! ¡Qué me importa a mí! -dijo la vieja y se metió en su casa.
Avanzó unos metros hacia el norte. Estaba seguro que era hacia allá. Un almacén cerraba en ese momento, sus empleados bajaban las cortinas ansiosos queriendo irse, a esta hora quién puede estar trabajando. Se veía en sus rostros sudor y frío.
Sudor y frío de aquel que trabaja.
García Be
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