La línea de producción está colapsada. Hay mucho inventario por revisar, mucho catálogo por chequear, y nadie quiere hacer nada. Es un bajón trabajar aquí, todos los compañeros tienen una cara que mejor ni te cuento. Están haciendo campaña para desbancar al gerente porque -ya lo saben- se lo pasa en su oficina mirando páginas de internet y no toma decisiones, no arma reuniones, no hace una mierda. Lo miro absorto cada vez que me llama a su escritorio, por alguna pregunta que termina en nada, él distraído, yo pidiéndole un cafe a la secretaria que me hace un guiño cómplice y me lo trae con scons que ella misma prepara.
Me recuesto -prácticamente- en el sillón de la oficina del jefe, mirando a mi alrededor el decorado, las ventanas, ese sujeto ahí enceguecido por la pantalla del monitor, yendo de aquí para allá en páginas absurdas, y todo el tiempo ignorándome por completo. Aprovecho la comodidad de su oficina, el calor de este lunes lunático y la somnolencia que me invade mientras espero el café y los scons. Quisiera ocupar su puesto para acelerar la producción, poner orden, y dar de baja internet. Pero no. Prefiero mi box de trabajo, ahí estoy seguro. Este hombre está perdiendo la razón, y yo le cedo el lugar con todo gusto. Mi tarea aquí se reduce a soportar sus caprichos de vez en cuando y, si la secretaria me lo sugiere, la paso a buscar y nos escapamos a un hotel alojamiento cercano por algunas horas a beber whisky.
Ella es hermosa. Tiene los labios más bellos que he visto jamás. Sus palabras no tropiezan ahí nunca. Buscan la salida con decoro, piden permiso, atacan el silencio con cierta ternura dulce y crocante. Yo me siento un oso bruto y espantado cuando la veo sonreir. Eso es lo que me gusta de este empleo.
Así las cosas, nos hemos acostumbrado a trabajar a media máquina, como quien pone freno en la tarea para no tener tanto éxito en la vida y en los negocios, que marchan viento en popa todo el año. Ni tiempo para las vacaciones nos deja el éxito, la verdad.
García Be
martes, 15 de noviembre de 2011
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